Pese a que Pedro Figari es mundialmente conocido como un “pintor de Candombes”, en realidad realizó muchísimos otros temas, como escenas de campo, bailes criollos, personajes en el circo, corridas de toros y paisajes de Venecia, sólo para citar algunos. Pero sucede que nadie antes que él, y quizás tampoco después, supo transmitir con tanta convicción en sus pinceles, los cuerpos en movimiento, la colorida vestimenta, la alegría general y la sabiduría profunda de la que se nutre esta fiesta. Porque el Candombe es música y danza festiva, pero también rito sagrado y liberación.

Pedro Figari, Candombe

Pedro Figari, Candombe
Óleo sobre cartón
62 x 82 cm
ca 1922-33


El cuadro “Candombe” fue pintado probablemente en los años treinta, cuando Figari alcanzó la maestría en estos motivos, con un dominio pleno de sus recursos expresivos. La escena está planteada con un criterio escenográfico, los personajes bailan casi en su totalidad mirando al frente, como si lo hicieran para un público que los observa pasivo desde las butacas de un teatro. En cambio “ellos” están inmersos en la algarabía: en el centro uno se lleva las manos a la boca, como para hacerse oír por encima del repiquetear de los tambores. Junto a él vemos al Rey de la ceremonia, destacado con la banda roja que le cruza el pecho y la estirada galera. Sentado y a sus anchas, el Rey no puede ocultar una enorme sonrisa y un ademán de aprobación con sus brazos abiertos. Un poco más a su costado vemos a la Reina con un vistoso tocado de flameantes colores en su cabeza, y entrambos las figurillas de los tres reyes magos que señalan el apogeo de la fiesta: es 6 de enero. De allí que todos los personajes estén ataviados con lujosas prendas, los masculinos con levitas y galeras, y las mujeres con vestidos de ondulantes y abultadas faldas.

Desde el punto de vista plástico, este cuadro es una proeza de equilibrio entre la solidez arquitectónica de la composición y el movimiento sugerido de los cuerpos. Figari se sirve de las figuras danzantes como si fueran notas que estuviesen de pie sobre las líneas de un pentagrama. El cartón se divide en bandas horizontales que corresponden a los distintos planos de profundidad, si bien evita toda ilusión de perspectiva (líneas de fuga). En la banda inferior o piso se encuentra el mayor grupo de danzantes. Apenas más “atrás”, sobre una tarima, los reyes y músicos. En las tres ventanas que dan a la pared del “fondo” asoman rostros sonrientes. Los farolitos y los puntos oscuros del pretil dan ritmo secuenciado al conjunto. Con habilidad y ligereza de trazo, el artista dispone veinte figuras en un apretado contorno, distribuyéndolas de tal modo que ninguna oculta a otra y su gestualidad puede ser percibida con facilidad. Obra maestra de la opulencia colorista, tampoco se escatima aquí la paleta del pintor. Y, sin embargo, ningún color enturbia la armonía general, construida en base a contrastes certeramente administrados.

 

“Los candombes empezaban en Navidad; su apogeo lo alcanzaba el día de Reyes, y duraban los tres domingos siguientes. La gran fiesta era el 6 de enero, día de San Baltasar, el Rey Negro de la leyenda bíblica. Duraban las fiestas tres días seguidos y tenía lugar la consagración del Rey. Antes de empezar las fiestas, recorrían la población solicitando dinero, levitas, galeras, cinturones, collares, cintas y todo cuanto pudiera servir para ataviar con lujo al Rey, así como, el salón apropiado para festejar el acontecimiento.
Como se les miraba con indulgencia y simpatía, las contribuciones llovían en abundancia […] Después eran las visitas protocolares de cortesía a las familias, recorriendo la ciudad, para terminar con la visita al Gobernador y autoridades, que los recibían deferentemente, haciéndoles toda clase de regalos. El Rey y la Reina eran negros ‘libertos’; no eran esclavos, cuyos oficios alternaban entre cocineros, lavanderas, planchadoras; todos servidores de buenas y distinguidas familias.
De tarde eran las fiestas en los candombes; duraban tres días, para lo cual los patrones concedían un permiso especial y éstos se entregaban al baile, tan incansables para el trabajo, como para el consagrado candombe.
Fuera, en el patio, se encontraban bancos colocados en cuadro; la concurrencia llegaba vestida con sus mejores galas; enaguas almidonadas, amplias polleras de percal y zaraza, mezclados con sedas de fuertes colores y perfumadas con la antigua Agua Florida. Muy señoronas y empaquetadas, las negras daban lo mejor de su legendaria cortesía, y recibían la visita de las familias que iban a saludar a sus servidores, a quienes habitualmente se les llamaba con el nombre de ‘tío’”.

Miguel Ángel Jaureguy. El Carnaval de Montevideo en el Siglo XIX, ediciones Ceibo. Montevideo, 1944.

Sábado 3 de Diciembre de 2011
Dirección Nacional de Cultura